¡Recibamos al Espíritu Santo!

En los inicios del mundo donde había caos el Espíritu puso el orden; donde estaba la nada, el Espíritu hizo surgir la vida; donde había tinieblas, el Espíritu hizo que apareciera la luz; donde había desconcierto, el Espíritu hizo posible que surgiera la belleza; donde se probaba la soledad, el Espíritu hizo posible la compañía y la comunión.
De la misma forma, en los inicios de la Iglesia, donde había tristeza, el Espíritu hizo que surgiera la alegría; donde había miedo, el Espíritu hizo que surgiera la valentía, donde había debilidad, el Espíritu hizo que surgiera la fortaleza; donde estaban escondidos, el Espíritu hizo que se manifestaran abiertamente; donde reinaba el desánimo, el Espíritu hizo posible que brotara el entusiasmo; donde había dolor, el Espíritu Santo hizo posible que comenzara a reinar el amor.
Así se llegó a experimentar al Espíritu Santo que es la gran promesa de Jesús para sus discípulos: como una fuerza que recrea a las personas; como un viento que hace nuevas todas las cosas; como una brisa que riega los corazones del amor de Dios; como un don que hace saborear y comprender todas las palabras de Jesús; como aliento que impulsa, conforta y acompaña en la misión; como una dulce presencia que hace superar la dispersión, el aislamiento y la adversidad, para ir creando la comunidad.
Partiendo de su propia experiencia, Santa Teresa de Lisieux relataba así el día de su confirmación: “¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo… (…). Por fin, llegó el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb”.
Para construir la comunidad y mantenerse en el amor es fundamental el perdón de los pecados que es la máxima manifestación del amor de Dios para recrear a las personas y cimentar la vida de las comunidades cristianas. El Papa Francisco llama la atención precisamente sobre este aspecto, ya que Jesús resucitado, en su primera aparición a sus apóstoles, sopla sobre ellos para que reciban al Espíritu Santo y el don del perdón.
“Jesús Resucitado, en la primera vez que se aparece a los suyos, dice: ‘Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados’ (Jn 20, 22-23). Jesús no los condena, a pesar de que lo habían abandonado y negado durante la Pasión, sino que les da el Espíritu de perdón. El Espíritu es el primer don del Resucitado y se da en primer lugar para perdonar los pecados. Este es el comienzo de la Iglesia, este es el aglutinante que nos mantiene unidos, el cemento que une los ladrillos de la casa: el perdón. Porque el perdón es el don por excelencia, es el amor más grande, el que mantiene unidos a pesar de todo, que evita el colapso, que refuerza y fortalece. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar: el perdón da esperanza, sin perdón no se construye la Iglesia”.


Habían negado y abandonado a Jesús, por lo que experimentan remordimiento y un profundo vacío en su alma. En esas circunstancias se aparece Jesús para llenarlos del Espíritu Santo y para perdonar sus pecados. No señala Jesús sus errores ni les echa en cara su cobardía.
Necesitaban ser colmados del amor de Dios para que así quedara patente la manera cómo surge la Iglesia y cómo debe seguir renovándose a lo largo de los siglos. Jesús siempre nos sorprende con su reacción ante nuestra debilidad perdonando nuestros pecados y enviándonos como ministros del perdón para que se fortalezca y se renueve la vida de las comunidades cristianas.
Por otra parte, a través del Espíritu Santo podemos buscar a Dios y clamar al Padre del cielo. Este aspecto lo explica de manera maravillosa el Papa Francisco: “Tú puedes hacer mil cursos de catequesis, mil cursos de espiritualidad, mil cursos de yoga, zen y todas estas cosas. Pero todo esto jamás será capaz de darte la libertad de hijo. Es sólo el Espíritu Santo quien mueve tu corazón para decir ‘Padre’. Sólo el Espíritu Santo es capaz de disipar, de romper esta dureza del corazón y hacer un corazón… ¿blando?… No sé, no me gusta la palabra… “Dócil”. Dócil al Señor. Dócil a la libertad del amor”. Ante el miedo, el vacío, el dolor, la soledad, la fragilidad y la tristeza necesitamos al Espíritu Santo. Le suplicamos a Jesús en esta fiesta de Pentecostés que nos envíe al Espíritu Santo, que cumpla su promesa en cada uno de nosotros, en nuestras comunidades y en nuestras familias.
Benedicto XVI señala que: “El Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador”.
Como los apóstoles, recarguemos en María nuestra tristeza y debilidad, y no dejemos de acudir a Ella para que nos unidos a su Inmaculado Corazón que al final triunfará, como nos dijo en su mensaje de Fátima, esperemos esta omnipotencia de amor, ya que como dice Benedicto XVI: “El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda”.

*Arzobispo de Xalapa.

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