Gracias a la gracia

La gracia es un don gratuito que Dios les concede a sus amigos… de pronto, desde el interior de mi ser, escuché: Amigo, te pido que seas testigo de la gracia que voy a enviar, te ayudará para que seas visionario de lo que te he encomendado. El Padre es amor, el Hijo es gracia y el Espíritu Santo es comunión, no seas perro mudo ni centinela silencioso, ¡habla, grita!,hasta que los dedos de tu mano y la pluma no puedan más, pues he domeñado la soberbia del mar y con ósculo, un beso de respeto santo, me dirijo a ti.
Cierta mañana, estando en mis aposentos a la hora de las prácticas espirituales, me vi enterrado en la catedral de Papantla por la puerta lateral, por donde está la cafetería donde siempre pasaba a degustar un café caliente y con aroma a vainilla.
Me pregunté ¿qué va a ser de este hombre? refiriéndome a mí, ya que, diariamente, después de tener asiduas experiencias espirituales y de “permanecer dormido en la cruz”, cuando se suspende la actividad de los sentidos, he pasado a otra dimensión en la cual he estado tan íntimamente que no se puede explicar con claridad, incluso en lo más mínimo, gracias a la gracia. Sin embargo, la inteligencia se queda limitada para expresar lo que he estado viviendo desde hace algún tiempo; es como ir descubriendo un lugar, en el cual, entre más te adentras, más se hace infinito; dimensión espiritual en la que, por instantes, quisiera permanecer más tiempo, pero el peso de mi cuerpo sobre la cruz marca en mi espalda las líneas del madero donde me poso, las cosas materiales son pocas en comparación con esta gracia que tan inmerecidamenteexperimento; un hecho similar puede observarse en el orden sobrenatural.


Esta experiencia es como sumergirse en un inmenso “lugar”, en un bienestar espiritual, el cual quisiera que no terminara. Ahí el alma gime de dicha y de felicidad. Es como haber encontrado un tesoro que escapa a la razón para explicar. Esta experiencia puede ser dada a conocer por la fe, no obstante, “por sus frutos la conoceréis”. La coherencia de la vida garantiza que Dios está actuando en nosotros y nos invita a continuar por esta vía.
Recuerdo una tarde, cuando los hermanos discutíamos por unas cuantas canicas de diferentes colores, mi hermano quería todas del mismo color y yo las prefería todas de diferente tonalidad y matiz; esa fue nuestra discusión. Mi madre abuela nos dijo repetidas veces: ¡hey!, cálmense, pónganse de acuerdo y no discutan, pero con un corazón obstinado le dije: ¡no!, las quiero todas de diferente color. En ese momento escuché lo siguiente: a Dios no le gustan los niños que pelean. Al voltear mi rostro, en ese preciso momento, hacia una habitación de la casa a la cual llamábamos “el estudio”, mis ojos vieron, sorprendidos, una cruz de luz que parpadeaba intensamente. Corrí a los brazos de mi madre abuela llorando, diciéndole perdóname, perdóname, Ma. No cesaba de llorar por esa experiencia que, siendo un infante, Dios me había regalado. Cuando le conté a mi madre lo que había visto a lo lejos en aquella habitación, ella me empezó a hablar de la pasión de nuestro Señor Jesucristo y de cómo padeció por nosotros, azotado y humillado, hasta la muerte en la cruz.
Cada vez que me levanto de la cruz para incorporarme, mi cuerpo tarda en reaccionar, abro la cortina y doy gracias por su gracia recibida.

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