Por qué Brady cae tan mal a pesar de ser el jugador con más títulos de Super Bowl

¿Te suena esa eterna y cansinísima discusión que tenemos en Europa, Sudamérica y, en general, en las partes del mundo donde jugamos al fútbol con los pies y con balón redondo, sobre si es mejor Messi o Cristiano Ronaldo?

Bueno, en Estados Unidos se ahorran ese problema. Allí nuestro balompié es secundario: su football, consistente en lanzarse con las manos un objeto ovalado, arrasa en popularidad. Y en el fútbol americano no cabe duda de que el mejor, el más grande, la estrella incontestable a la que nadie hace sombra ni de lejos, es Tom Brady.

El señor Brady tiene ya 43 años, pero sigue en activo. Juega de quarterback (lo que en América latina llaman “mariscal de campo”: resumiendo y simplificando, es el líder del equipo, encargado de decidir e iniciar las jugadas de ataque) y en su carrera lleva ya ni más ni menos que siete Super Bowls, es decir, victorias en la final de la NFL, el campeonato profesional más importante del mundo. Las seis primeras, durante su larguísima etapa (20 años) en los New England Patriots; la última, ayer mismo, en las filas de Tampa Bay Buccaneers.

Para hacernos una idea de la magnitud de su éxito basta recordar que no hay ninguna franquicia que, en conjunto, haya ganado tanto como él a nivel individual. Las más exitosas son precisamente sus antiguos Patriots y los Pittsburgh Steelers, que solo han ganado seis.

Brady fue, además, el jugador más valioso del partido en cinco de sus siete anillos de campeón. Su carrera está llena de récords de encuentros ganados, jugados como titular, pases de touchdown, yardas recorridas y muchas otras estadísticas que, a juicio de los expertos, le convierten en un genio irrepetible.

Brady ha logrado mucho a lo largo de su trayectoria profesional. Su sala de trofeos está tan repleta como cualquier otro competidor soñaría. Sin embargo, hay una cosa que no tiene: el cariño del público. Porque sí, cuenta con su colección de admiradores, pero también despierta un sentimiento de hostilidad entre muchos aficionados.

Por supuesto, tiene su legión de incondicionales, como todos los triunfadores, y nadie se atreve a poner en duda sus méritos deportivos… pero entre la legión de seguidores de la NFL en Norteamérica hay tantos que le adoran como que le desprecian.

Resulta un tanto difícil entender por qué Tom Brady cae mal, ya que en su biografía no hay episodios extradeportivos particularmente comprometidos. Como todo personaje público, sus amoríos han sido bien cubiertos por la prensa rosa, aunque desde 2006 tiene una relación bien consolidada (que se sepa) con la modelo brasileña Giselle Bündchen.

Sí que se ha metido alguna vez en política para confesarse conservador e incluso amigo de Trump, aunque en este sentido últimamente ha mantenido un perfil bajo que tampoco debería influir demasiado. Y excentricidades como la dieta tan peculiar que sigue para mantenerse en forma a su edad son vistas como rarezas propias de deportistas de élite; ya estamos más que acostumbrados.

Entonces ¿qué ocurre?. El propio Brady es consciente de su imagen negativa en cierto sector del público, y cree que la causa es muy sencilla: “Frustración”, tal como dijo en declaraciones que recogió Fox Deportes en su momento.

Casi toda su carrera ha estado vinculada a los Patriots e, igual que le sucede a los Boston Celtics en la NBA, los equipos de Massachusetts no suelen caer muy bien en el resto de país por motivos tradicionales: a los nativos de Nueva Inglaterra, cuna de la independencia, se les acusa de “sentirse superiores” a los demás compatriotas y comportarse a menudo con cierta prepotencia.

Es particularmente intenso el pique entre esta ciudad y Nueva York, los dos centros históricos y culturales más importantes de la costa Este estadounidense. Y si eres el enemigo en la Gran Manzana, tienes muchas papeletas para serlo también ante muchos otros ojos.

Pero no puede ser solo eso. No es solamente por la envidia del triunfador que gana todo lo ganable dejando a los demás con las migajas.

Si fuera por eso, nadie soportaría a Michael Jordan, quien pese a su fama de arrogante goza de admiración generalizada y está (casi) unánimemente considerado el mejor jugador de baloncesto de la historia. Ni tampoco se habrían visto las muestras de dolor sincero ante la desaparición de Kobe Bryant.

Y además, la conexión de Brady, nacido y criado en California y alumno de la universidad de Michigan, con Nueva Inglaterra es puramente profesional; difícilmente se le puede considerar un símbolo regional. Ni siquiera eligió él ir a los Patriots: con el sistema de drafts vigente en el deporte estadounidense, son los equipos los que deciden a qué universitarios incorporan.

El portal Bleacher Report, especializado en la cultura deportiva norteamericana, hizo un análisis muy completo sobre las razones de la antipatía que genera. Y curiosamente, algunas de ellas escapan de su responsabilidad. Se cita su ya nombrada vinculación con la región de Nueva Inglaterra, que es vista con resquemor por el resto del país. Pero también se destaca como fundamental su relación con otro tipo extraordinariamente odiado entre todas las hinchadas que no son la de los Patriots: Bill Belichick.

A poco que te hayas involucrado en el mundo del football en las últimas décadas te ha de sonar su nombre. Porque si Brady funcionaba como brazo ejecutor en el campo, Belichick era, y sigue siendo, el ideólogo del triunfo desde su puesto como entrenador jefe de la franquicia. Salvando las distancias, y con todos los peros que se le quieran poner, Bill es en el football como Simeone en el fútbol “normal”: un hombre para quien ganar es lo más importante y relega absolutamente todo lo demás a un plano secundario.

La diferencia es que, mientras el cholismo se centra en el trabajo y el esfuerzo y asume la derrota como una posibilidad que endurece el carácter y posibilita el crecimiento, y quizás a veces vaya al límite del reglamento pero nunca lo sobrepasa, para el “belichickismo” todo lo que no sea la victoria es un fracaso absoluto.

Y si hay que bailar sobre los bordes de la ética y la moral y hasta cruzar líneas rojas, se cruzan. Un ejemplo claro es el caso conocido como deflategate: en la final de conferencia de la AFC (en la práctica, una de las semifinales de la NFL) de enero de 2015 se acusó a los Patriots de desinflar deliberadamente los balones por debajo del límite legal para, precisamente, facilitar los pases largos de Brady. Por aquel escándalo el jugador sufrió cuatro partidos de sanción.

Aquella fue la más sonada, pero los Patriots de Belichick están acusados de incontables triquiñuelas turbias de este estilo. Y Brady, sea responsable de las argucias o no, ha sido el referente de la franquicia entrenada por Bill durante dos décadas, así que es inevitable que sus figuras estén unidas. Si no te gusta uno, no te gustará el otro, porque tenderás a responsabilizar a uno de las andanzas del otro. La asociación se considera una falacia lógica, por tanto irracional… pero quizás por eso mismo es tan eficaz a la hora de generar odio.

Precisamente por estos asuntos de, digamos, limpieza relativa, los enemigos de los Patriots les ponen de tramposos para arriba. Puede que sea este el factor determinante para que Brady no caiga bien. Sean o no fundadas las acusaciones, para muchos sus tardes de gloria estarán para siempre manchadas. Motivo más que suficiente para que, a ojos de bastantes aficionados de otros equipos, el palmarés pase a segundo plano y sea un campeón, sí, pero poco digno.

Más allá de esto, Brady es un tipo que, dentro del entorno del football, es querido y respetado por compañeros y rivales. Raramente tiene un mal gesto, todos alaban su simpatía, echa una mano cuando se lo piden. En entrevistas siempre se quita méritos a sí mismo e insiste en que sus éxitos son gracias al equipo. Casi parece la perfección personificada. Demasiada perfección, piensan algunos, a quien tantas virtudes les resultan hasta repelentes.

Es muy propio de la naturaleza humana: aunque, por un lado, si hay algo reprochable en una figura pública nos solemos cebar con ese defecto y lo resaltamos hasta la saciedad, la existencia de fallos en el fondo humaniza a los personajes. Nos hace sentir que no dejan de ser gente como nosotros mismos, con más éxitos pero con las mismas miserias. Si todo es robóticamente maravilloso, lo que hace es generar recelo.

Y luego, por supuesto, está el factor de la envidia. Brady ha ganado mucho. Muchísimo. Pero cada una de sus siete victorias en la Super Bowl significa que otros han dejado de conseguir el título tan ansiado. Su última víctima han sido los Chiefs de Kansas City, pero en años anteriores cayeron los Rams (dos veces: una con la franquicia en Los Ángeles, la otra cuando aún estaban en San Luis), los Atlanta Falcons, los Seattle Seahawks, los Philadelphia Eagles y los Carolina Panthers. Algunas de estas victorias, por un margen estrechísimo que privó a sus víctimas de la gloria tan ansiada.

Eso solo en las finales; antes de llegar ahí, cuántas plantillas brillantes se habrán visto privadas del éxito por tener la mala suerte de cruzarse con Tom y los suyos. Es la esencia misma del deporte: para que unos ganen, otros tienen que perder, y normalmente los derrotados no guardan mucho cariño a sus verdugos.

Toda esta acumulación de factores, más o menos, puede llegar a explicar por qué una figura que debería tener carácter unánime de leyenda todavía sigue siendo quizás no cuestionada, pero sí menospreciada. Es el precio que le toca pagar a Brady por ser el mejor. Haters gonna hate, dice el refrán: los que odian seguirán odiando. Contra eso sí que es imposible luchar… ni falta que le hace. Tom, con sus siete anillos de campeón, se ve capaz de soportar ese odio.

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