“Al que mucho se le da, mucho se le exigirá” (Lc 12,48)
Ante las palabras de Jesús en el santo Evangelio, surge en nosotros el mismo impulso de san Pedro: preguntarle si se está refiriendo a nosotros al hablar de esa manera.
Pronto reconocemos que, en efecto, Jesús sí se refiere a nosotros.
No necesitamos especular ni desviar la mirada, sino comprender que el Señor dice estas cosas por nosotros y para nosotros.
Esto se percibe con mayor claridad al final del Evangelio, cuando comprendemos que nosotros de aquellas personas que han recibido, a lo largo de su vida innumerables Bendiciones.
Se nos ha confiado mucho: a nosotros, a la comunidad cristiana, a los discípulos misioneros de Jesucristo.
La mayoría de nosotros conocimos a Jesús desde la infancia o adolescencia y nos hemos ido comprometiendo en este camino de vida cristiana. Incluso quienes se han encontrado con Cristo recientemente lo sienten tan cercano, que es como si lo hubieran conocido desde siempre.
Este es el efecto de la fe cristiana, que llena y da sentido a toda nuestra existencia.
¡Cuántas bendiciones hemos recibido! Una de las experiencias más profundas de la vida cristiana es el asombro. Muchas veces, nos cuesta creer lo que sentimos y descubrimos al encontrarnos con Dios, que se nos presenta de forma viva, actual y siempre nueva.
Si hiciéramos el ejercicio de enumerar las bendiciones recibidas —tal como lo hacemos muchas veces en la oración—, podríamos decir, en primer lugar, que hemos conocido a Dios. Y así lo expresamos con asombro, conscientes de la novedad de este acontecimiento.
Qué bendición tan grande es habernos encontrado con Dios, tener conciencia no solo de su existencia, sino de su amor por nosotros. Hoy en día, en pleno siglo XXI, muchas personas aún no conocen a Dios. No se trata de que se resistan a creer, sino de que simplemente no han tenido la oportunidad de conocerlo verdaderamente.
En segundo lugar, hemos sido bendecidos al formar parte de la comunidad cristiana. Basta con repasar el itinerario de nuestra vida para darnos cuenta de que, allí donde hemos vivido y crecido, nos hemos encontrado con comunidades que, sin conocernos, nos han acogido como hermanos y nos han mostrado las riquezas del Evangelio. Qué dicha tan grande saber que no estamos solos, y que siempre esta nuestra Madre la Iglesia que nos acompaña, nos congrega, nos anima y nos fortalece durante nuestro peregrinar por este mundo.
En tercer lugar, podemos dar gracias a Dios por la bendición de los sacramentos, por haber recibido estos canales de gracia desde el día de nuestro bautismo. Qué bendición es ser alimentados directamente por Dios. En nuestra fragilidad, Él ha salido a nuestro encuentro, nos ha tomado en sus brazos y sigue alimentándonos con su amor.

Y así podríamos continuar, manifestando con asombro y gratitud todo lo que el Señor ha hecho por nosotros. En verdad, somos nosotros de quienes habla Jesús cuando dice:
“Al que mucho se le ha dado, mucho se le exigirá; y al que mucho se le ha confiado, más se le pedirá” (Lc 12,48).
La contradicción es que, a veces, después de haber recibido tanto, nos fijamos más en lo que nos falta. Así es la condición humana. Esta mirada parcial y negativa termina marcando nuestra vida. Las carencias nos arrastran a la tristeza, a la desconfianza e incluso a protestar contra Dios. Atrapados por esas carencias, dejamos de ver lo que ya hemos recibido y no lo agradecemos como deberíamos, perdiendo de vista el gran potencial que hay en las bendiciones que Dios nos ha concedido.
Las dificultades no deberían ser un obstáculo para reconocer que la vida es hermosa y que tenemos muchos motivos para agradecer. Los santos lo entendieron bien: aceptaron sus limitaciones y, aun en medio de ellas, descubrieron que Dios puede hacer maravillas.
Por eso, Jesús insiste en la vigilancia y en la necesidad de estar siempre despiertos para cuidar nuestra fe. No se trata solo de estar preparados para su venida gloriosa al final de los tiempos, sino también de saber reconocer sus venidas cotidianas, sus manifestaciones constantes en nuestra vida.
Cuando no estamos atentos, pasamos por alto muchas de las formas en las que Dios se hace presente.
Vigilar es vivir despiertos, atentos, no con angustia, pero sí con una serenidad gozosa reconociendo el valor de lo que realmente importa.
Como nos ha recordado el Papa León XIV: “El discípulo que ha recibido el tesoro del Evangelio no puede vivir distraído ni indiferente. La fe, cuando es auténtica, despierta el corazón, lo pone en vela, y lo impulsa a actuar con amor vigilante. A quien se le ha confiado el Reino, se le ha confiado también el deber de hacerlo visible.”

Estas palabras del Santo Padre iluminan con fuerza el Evangelio de este domingo. El Señor ha confiado en nosotros. Nos ha dado la gracia de conocerlo, de vivir en comunidad, de recibir sus sacramentos, y espera de nosotros una respuesta generosa: una vigilancia amorosa, una vida cristiana que no se duerme, sino que permanece atenta, disponible y confiada.
Acojamos con esperanza las palabras llenas de ternura que nos dirige el Señor: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el reino…” Se trata de una exhortación a la confianza pues el Padre ha querido encomendarnos su reino. Dios confía en aquellos que acogen el reino como su auténtico tesoro.
Estos días tengamos presentes en la oración a nuestros arzobispos difuntos Sergio Cardenal Obeso Rivera e Hipólito Reyes Larios, quienes acogieron el reino como su auténtico tesoro y con su humildad y alegría construyeron la comunidad cristiana en Xalapa que sigue vigilante anhelando la llegada de su Señor.
Con María, todos discípulos misioneros de Jesucristo.
- Arzobispo de Xalapa