Dios es el que ha dado el primer paso y ha tomado la iniciativa para estrechar su relación con nosotros a lo largo de la historia de salvación. La relación con Dios no se ha quedado en aspectos generales ni en buenas intenciones, sino que Dios ha sellado su relación con nosotros.
En el Antiguo Testamento, la dinámica que explica esta relación es la alianza entre Dios y su pueblo. Así es como se formaliza la relación con Dios. No queda como algo piadoso o una cuestión de buenos sentimientos, sino que hay un pacto de pertenencia mutua que implica a Dios y al pueblo.
Esta ternura que caracteriza la relación de Dios con su pueblo, en el Antiguo Testamento, es todavía más íntima y esencial en el Nuevo Testamento. A partir de Jesús ya no somos solamente pueblo de Dios, sino hijos de Dios, a través de los sacramentos que conceden y fortalecen la filiación divina.
Este aspecto se destaca en la oración colecta de este domingo: “Señor Dios, de quien nos viene la redención y a quien debemos la filiación adoptiva, protege con bondad a los hijos que tantas amas…”.

Esta relación, Jesús todavía la hace más plena y la proyecta. Somos pueblo de Dios, creaturas de Dios, hijos de Dios, pero por Cristo Jesús también somos discípulos suyos. Este llamado que nos hace le da vitalidad y seriedad a nuestra relación con Dios.
El discipulado es una forma de asumir el evangelio y el camino de Nuestro Señor Jesucristo. No basta el entusiasmo para aceptar a Jesús. El entusiasmo es algo bueno porque habla de un seguimiento de corazón y de la libertad para seguir a Jesús. No estamos obligados, sino que nos nace del corazón seguir a Jesús. Pero Jesús explica que no basta el entusiasmo, sino que de la emoción debemos pasar a la misión.
Dios no se ha quedado en una relación impersonal con nosotros, no se ha mantenido al margen de nuestra vida una vez que nos ha creado. Nuestra relación con él no se puede quedar en cosas generales, ni en la oración privada que hagamos, sino que implica un compromiso. Por eso, de la emoción pasamos a la misión, a la que nos envía Dios.
El encuentro con el Señor y todo lo que rodea su llamado está caracterizado por la emoción y la alegría ante el impacto que produce en nuestra vida. Pero lo fundamental es el seguimiento donde vamos aceptando su camino, a pesar de las dificultades y complicaciones que experimentamos. Quizá en esta etapa es donde disminuye el entusiasmo y el ritmo para seguirlo, o podemos incluso caer en la tentación de apartarnos de Él como ocurrió con algunos discípulos que dejaron de seguirlo cuando habló de la cruz y de lo que le aguardaba en Jerusalén.
Desde el principio Jesús explicó a los discípulos su camino con claridad. Por eso, habló directamente de la cruz y de las renuncias que espera de nosotros que somos sus discípulos. Este seguimiento no se queda en las emociones, sino que nos lleva a las convicciones y a comprometernos en su camino. Hay mucho que hacer por Dios y por su Reino.
No basta decir o pensar: “Yo daré mi vida por el Señor”. Es preciso saber que, si tomamos en serio la fe, vendrán obstáculos y se enfrentarán adversidades. Por eso, Jesús pide a sus discípulos cargar la cruz y habla de algunas renuncias.
“Si alguno quiere seguirme y no me
prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.

Cargar la cruz es aceptar las consecuencias de una vida en la que se escucha a Dios antes que a los hombres; es aceptar la burla, el descrédito, la humillación incluso por mantenernos fieles a los principios del Evangelio. Ser discípulos significa
llegar a dar la vida como el Maestro.
Seguir a Jesucristo no es ni fácil ni automático. Pero si seguimos a Jesucristo nunca nos faltará su ayuda, la fuerza prodigiosa de su Espíritu Santo, el amor comprensivo y personal del Padre. Camino imposible, si lo tuviéramos que realizar solos, con nuestras pobres fuerzas. Pero camino posible, si tenemos fe y confiamos y sabemos pedir la ayuda del Señor.
Nos toca perseverar, no claudicar, aunque haya dificultades, incomprensiones, afrentas y persecuciones. Jesús nos ha llamado a seguirlo de manera incondicional, sobre todo cuando nos toque cargar la cruz de cada día. Si reconocemos, adoramos y glorificamos la cruz de Cristo, debemos, por lo tanto, reconocer, aceptar y cargar nuestra propia cruz con la que nos identificamos a Jesús.
Al ver toda la vida de Jesucristo entendemos que, como dice el Papa Francisco: “Él nos precede siempre: en la cruz del sufrimiento, de la desolación y de la muerte, así como en la gloria de una vida que resurge, de una historia que cambia, de una esperanza que renace”.
El Papa León XIV en su primera misa como pontífice en la Capilla Sixtina, recordó a los cardenales que lo eligieron: “Me habéis llamado para llevar una cruz”, y añadió: “quiero que ustedes caminen conmigo porque somos Iglesia”, subrayando que la cruz y la misión en comunión es parte esencial del discipulado cristiano.
Por eso, conviene repetir esos versos de Santa Teresa de Jesús: “Alma mía, toma la cruz con gran consuelo, que ella sola es el camino para el cielo”.
- Arzobispo de Xalapa