Abrazados y cubiertos de besos

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Después de escuchar la parábola del hijo pródigo entendemos el alcance y el significado de la palabra de Dios. Se trata de una palabra que está viva no solo por la actualidad y la claridad de sus enseñanzas, sino por la capacidad que tiene de mover nuestros corazones, de llevarnos al asombro, de llamar nuestra atención y de provocar profundos sentimientos.
No se queda simplemente en una enseñanza magistral, sino que nos mete en la historia misma y nos provoca para vernos reflejados en estos personajes. De esta forma nos lleva a reconocer nuestra realidad delante de Dios y a expresarnos con profunda humildad, como el salmista:
“Me levantaré y volveré a mi padre… Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados… Un corazón contrito te presento, y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias”.
Habiendo conocido esta historia y habiendo sentido su impacto en nuestro corazón, dan ganas de decir aquellas palabras de la gente cuando escuchaban a Jesús y veían todas sus acciones. De manera espontánea y emotiva llegaban a decir: “Qué bien lo hace todo”. Así también nosotros sentimos la necesidad de expresarnos con gozo y admiración: todo es belleza en los labios de Jesús, todo es bondad en las manos del Hijo de Dios, todo es gloria en la vida del Señor.
Lo testimoniamos con nuestras propias palabras y de otras maneras, al sentirnos impulsados a imitar la reacción de sus contemporáneos que viendo la actuación de Jesús y escuchando sus enseñanzas caían rendidos para expresar admirados: “Qué bien lo hace todo”.
Así nos sentimos al escuchar una joya evangélica como ésta. Qué más puede uno hacer, qué más puede uno pedir, después de una enseñanza tan clara y tan íntima que no deja ninguna duda acerca de quién es Dios y quiénes somos nosotros en el corazón del Padre del cielo.


Experimentamos algo muy parecido a los discípulos de Emaús que, en su momento, se emocionaron con las palabras de Jesucristo cuando, de manera encubierta, se acercó y comenzó a dialogar con ellos mientras se dirigían a su aldea. Después de hacer el viaje juntos, caminando con quien pensaban que era un forastero, llegaron a expresar -una vez que descubrieron que era Cristo Jesús-: “Con razón nuestro corazón ardía cuando nos hablaba y nos explicaba las escrituras”.
El testimonio de los discípulos de Emaús pone esta expresión para explicar lo que también nosotros sentimos después de escuchar las enseñanzas sublimes de Jesús, como la parábola del hijo pródigo: sentimos que nuestro corazón arde y se alegra cuando descubrimos sorprendidos cómo Jesús revela el verdadero rostro de Dios y cuando, al mismo tiempo, habla de nuestros pecados, caídas e inconsistencias con solicitud amorosa que nos mueve al arrepentimiento y la conversión.
No es lo mismo acusar y exhibir al pecador, que mostrar la preocupación y la ternura de Dios por sus hijos. No es lo mismo sucumbir por el peso de nuestros pecados y nuestras culpas, que descubrir maravillados que Dios nos espera y sigue luchando por nosotros.
Cuando Jesús habla de esta manera del amor y del perdón de Dios inmediatamente nos sentimos reflejados, al grado de decir: yo soy como ese hijo menor, o, yo soy como ese hijo mayor, y nace, por lo tanto, el deseo de regresar al Padre del cielo.
Como el médico que sabe tratar con cuidado y sutileza las heridas de sus pacientes, con cuánta ternura y delicadeza Jesús nos va llevando a una reflexión profunda para que reconozcamos que somos como ese hijo menor que rompe, de manera prepotente, su relación con el Padre del cielo, o como el hijo mayor que no es capaz de alegrarse con el regreso de un hermano, con la recuperación y el arrepentimiento de su propio hermano.
Somos como el hijo menor porque hemos dilapidado tantos bienes, tantos tesoros humanos y espirituales que Dios nos ha confiado desde el principio. A pesar de que esa sea nuestra realidad el Señor nunca renuncia a nosotros y siempre está esperando nuestro regreso. Nos sorprende tanto el proceder del Padre del cielo que recibe a ese hijo pródigo hasta con honores. Así el Señor no sólo se alegra con nuestro regreso, sino que nos recibe con honores, como si viniéramos de alcanzar grandes metas en la vida.
Cómo no alabar al Señor, cómo no reconocer la grandeza de su amor, cuando nos recibe de esta manera.


Nunca dudemos del amor del Padre del cielo que nos sigue esperando porque somos sus hijos y esta condición nadie nos la podrá quitar, como reflexiona el Papa Francisco:
“El abrazo y el beso de su papá le hacen entender que ha sido siempre considerado hijo, no obstante, todo. ¡Pero es hijo! Es importante esta enseñanza de Jesús: nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; no depende de nuestros méritos o de nuestras acciones, y por ello nadie puede quitárnosla, nadie puede quitárnosla, ¡ni siquiera el diablo! Nadie puede quitarnos esta dignidad”.
El Papa León XIV, en su intención de oración para junio de 2025, compartió una oración muy sentida donde describe a Jesús como el revelador de la misericordia infinita de Dios Padre como quien “derrama compasión sobre los pequeños y los pobres, sobre los que sufren y sobre toda miseria humana ….Tú nos mostraste el amor del Padre amándonos sin medida con tu Corazón divino y humano. Concede a todos tus hijos la gracia del encuentro contigo… envíanos en misión; una misión de compasión por un mundo en el que eres la fuente de donde fluye toda consolación”.

  • V Arzobispo de Xalapa