MEDITANDO | Somos parte de la historia

Médicos de la generación 1958-1963 de la UNAM, iniciaron su experiencia hospitalaria en el Hospital Colonia de los Ferrocarriles Nacionales de México, como internos de pregrado, entre ellos Darío, de 24 años, oriundo de una ciudad provinciana con aroma a hierba húmeda y niebla vespertina, a la que evocaba con nostalgia mientras caminaba al amanecer rumbo al hospital donde iniciaba el verdadero aprendizaje de su profesión.
El joven médico vivió inmerso en un ambiente de olor a limpio y albear de batas blancas pululando en los pasillos, ulular de sirenas llegando irreverentes desde las calles de la gran ciudad, rostros de angustia, pálidos, resaltados por el marco de las blancas sábanas.
Hospital Colonia, dejó en nuestro recuerdo imágenes estelares de la vida de quienes tuvimos la fortuna de vivir en aquel recinto donde aprendimos, reímos y lloramos en largas noches de guardias, confortadas por la alegría de servir al doliente.
En las páginas de su Diario personal e íntimo, Darío vuelve a leer esa reseña de su vida y disfruta lo que escribió hace cincuenta y seis años. El 5 de julio de 1963, al recibir la guardia una conmoción profunda e inolvidable invadió su corazón.
En la habitación 204 yacía un enorme hombre ocupando la cama a lo largo y ancho, medía 1.89 metros y pesaba 140 kilos, su corpulencia se debía a anasarca, impresionante retención de agua corporal, no orinaba desde hacía muchos días. Se llamaba Estanislao, 65 años y diabético de muchos años, mal controlado y por daño secundario de sus riñones había llegado a la insuficiencia renal terminal.
Los nefrólogos maestros prescribieron diuréticos habituales en la época; tiazidas, acetazolamida, pero nada lograron, el paciente no orinaba. Decidieron utilizar diuréticos mercuriales, los más poderosos de aquella época, aunque su toxicidad renal era bien conocida.
Previa a la administración de este medicamento el paciente debía “cargarse” de sodio mediante transfusión de soluciones de cloruro de sodio endovenosas. No hubo respuesta y se hinchó más. Una mañana le fue presentado el caso a Don José Ponce de León, cardiólogo eminente, sugirió un recurso paliativo para brindar confort al enfermo.


En piernas, muslos, glúteos, abdomen y espalda, bajo anestesia local se insertaron, gruesos “popotes” de plástico con extremo en bisel, en el tejido subcutáneo. Entre varias personas sentaron a Estanislao, en medio de una gran tina de lámina.
Los tubos drenaron suero a unas 60 gotas por minuto y en 48 horas de suplicio, aquel hombre semi sedado, azorado y cada instante más cansado. Gotearon 9 litros de suero rico en proteínas que el paciente perdía y se desnutría sin remedio, pero respiraba mejor aunque, era inhumano reintentar el penoso procedimiento.
Días después, por las perforaciones que dejaron los “popotes”, escurría una gota cada cierto tiempo, pues no cicatrizaban por la fragilidad de su atrófica piel. El enfermo falleció una semana después. Aquellos eventos de la medicina de nuestro México, hoy son historia y parte de nuestra vida.
Han pasado 58 años, la medicina cuenta con diuréticos “de asa”, en referencia a la parte anatómica del riñón donde actúan, son poderosos y bien dosificados controlan la retención de líquidos tempranamente. En las fases avanzadas de la enfermedad renal, contamos con los procedimientos de diálisis, con los que la extracción de agua corporal es fácil y efectiva. Recursos desconocidos en aquel entonces.
Aquella mañana cuando Darío conoció a Estanislao fue el día que cumplía cinco meses de ser interno de aquel hospital inolvidable, hace 56 años. El caso de Estanislao, mi amigo lo vivió de cerca cuando su ejercicio de médico era una bella promesa del futuro.
Páginas de la vida de un médico testigo de los albores del progreso, tiempos que nos dieron la oportunidad de ser parte de la historia.

hsilva_mendoza@hotmail.com

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