Canelo Álvarez y Óscar de la Hoya, los dos príncipes que siempre quedarán a deber

El boxeo está plagado de exageraciones. Y quizá ese sea su destino. La grandilocuencia vinculada al éxito nunca encontró mejor refugio. Lo saben Óscar de la Hoya y Canelo Álvarez.
Si de resultadismo se trata, los encordados cuentan con el mejor repertorio de aduladores. Cuando tienes 23 años, has derrotado a Julio César Chávez y te apodan The Golden Boy, es momento de llevar el ego a un chequeo médico de urgencia.
Lo mismo sucede si tienes 20 años y acabas de ganar el Campeonato Mundial que hace unos meses portaba en su cintura Manny Pacquiao. La televisora más grande de México te ha encomendado la misión de relanzar el boxeo en el país.
Desde los 17 años eres conocido desde el Río Bravo hasta el Río Suchiate y pronto se hablará de ti en todo el mundo. Los reflectores te adoran, pero las leyendas del boxeo mexicano hablan de tus limitaciones sin una pizca de indulgencia.
En un deporte afectó a la representación, Óscar de la Hoya y Saúl Álvarez navegan en océanos repletos de paradojas. Son dos príncipes desheredados. Ganadores como pocos, artífices de ganancias siderales y una capacidad dialéctica que hace las delicias de la prensa, ambos personifican el éxito revelado como epifanía, pero que tanta repulsión genera una vez manifestado.
El escepticismo no es una opción. La polarización, palabra tan de moda en los tiempos que corren, podría tener la foto de estos dos en el diccionario. Todos la entenderían mejor.
Óscar de la Hoya brilló con luz propia. Su carisma imantaba a los fanáticos del boxeo y recolectaba aplausos instantáneos. Medallista de Oro en Barcelona 92, de la Hoya encarnaba una combinación tan fatídica para sus oponentes como lucrativa para los promotores: el pundonor mexicano y el autoestima americano.
Canelo proviene de un barrio humilde de Guadalajara, Jalisco. Los videos en los que se cuenta su dura infancia junto a hermanos tienen millones de vistas. Poco importa, porque Álvarez no se parece a los ídolos mexicanos. Involuntariamente, se ha visto envuelto en polémicas extradeportivas, esas que tanto ayudan a la reputación idolátrica de los atletas. No ha bastado. Sus arranques de soberbia son vistos como eso: el ego incontrolable de un acaudalado magnate que en sus ratos libres juega a ser boxeador.
Resulta imposible imaginar a un boxeador mexicano, en cualquier época, con un apodo envuelto de triunfalismo. The Golden Boy. Un Chico Dorado no sufre para ganar. No vomita sangre por cinco días tras una pelea. No viene de abajo. No nació del pueblo y sus triunfos jamás podrán ser ofrendados a la muchedumbre. Demasiado mexicano para ser americano y lo suficientemente americano para ser desestimado como mexicano.
La televisión hizo su trabajo muy rápido con Canelo, pero las voces críticas estaban por doquier. Que no era bueno, que los boxeadores ya no son tan hombres como antes, que el boxeo mexicano está en crisis. Todo tiempo pasado fue mejor, sin importar el tiempo en el que esto se diga.
Canelo ganó las peleas que debía ganar y perdió la que debía perder: contra Floyd Mayweather en 2013. No estaba listo, pero aceptó porque, como sus ancestros del boxeo mexicano, era muy muy hombre como para no pelear en un combate que estaba perdido de antemano.
De la Hoya abrazó sus contradicciones. Ahí donde otros se sienten despatriados, él prefirió izar la bandera de la gloria. Si había que mezclar la tragedia del cine de oro mexicano con la épica hollywoodense, nadie tenía mejor receta. Sus pantaloncillos multicolores, en un flanco verde blanco y rojo, y en el otro las barras y las estrellas, eran la mejor declaración de intenciones posible.
A Canelo jamás se le ha perdonado ser tan ganador. Al Golden Boy nunca le perdonarán haber profanado dos veces el rostro de Julio César Chávez. Álvarez tiene mejores números y más logros que otros boxeadores idolatrados hasta la médula.
De la Hoya habla un español más claro y fluido que los muy muy hombres de los tiempos mejores. La idolatría, que duda cabe, se guía con intangibles tan caprichosos como enigmáticos y fascinantes.

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