El evangelio de hoy es continuación del evangelio del domingo pasado. Recordemos que después de leer el texto del profeta Isaías que decía: “El Espíritu del Señor está sobre mí…”, Jesús se aplicó el texto diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.
Ahora tenemos reacciones encontradas. Por un lado: “Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios”; pero, por otro lado, tienen dudas acerca de él: “¿No es éste, el hijo de José?”. Jesús se dio cuenta que querían que hiciera milagros por eso dijo: “Seguramente me dirán… haz aquí, en tu tierra, todos esos prodigios que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. Pero también se dio cuenta que no tenían fe y querían un prodigio para creer por esto no se prestó al juego de su incredulidad.
Aludiendo al profeta Elías y a Eliseo, Jesús explicó por qué no hizo allí ninguna señal. En primer lugar, dice que: “Nadie es profeta en su tierra”. Pero, sobre todo indica que la misión de los profetas no se reduce a su familiares o compatriotas, sino que tiene un carácter universal. En efecto la viuda a la que le hizo el milagro Elías no era de Israel, sino de Sarepta y, en el milagro que hizo Eliseo, el beneficiado era de Siria.
En los dos casos, a los que se refiere Jesús, se realiza un milagro a favor de un extranjero, pero en los dos casos el milagro es el resultado de haber realizado las acciones correspondientes y concretas que conducen a la fe y la fortalecen. La viuda de Sarepta se resistía a hacer lo que le pedía Elías, pero una vez que lo hizo: “No se acabó la harina en la tinaja, ni se agotó el aceite en la vasija” (1 Re 17, 16); Naamán se resistía a bañarse siete veces en el río Jordán, pero una vez que se bañó, como lo había indicado el profeta, quedó curado (cfr. 2 Re 5, 14).
Por lo anterior este evangelio nos habla de la universalidad de la salvación. El amor de Dios no tiene fronteras. Es verdad que Dios eligió a un pueblo, pero quería darse a conocer, desde él, a todas las naciones. Desafortunadamente Israel se encerró en su nacionalismo y no lo dio a conocer, pero Dios envió a su Hijo como mensajero. Bien dice san Pablo que: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4).
Nuestro Señor Jesucristo enseñó esa universalidad de la salvación y por esto tuvo que sufrir, como los profetas, el rechazo de sus propios compatriotas. El evangelio insiste: “Todos los que estaban en la sinagoga se llenaron de ira, y levantándose, lo sacaron de la ciudad y lo llevaron hasta un precipicio de la montaña sobre la que estaba construida la ciudad, para despeñarlo”. Es decir que apenas comienza su vida pública y ya es rechazado. Este acontecimiento, en la vida de nuestro Señor, es un anticipo de la pasión y de la crucifixión.
Sin embargo, a pesar del intento de matarlo, el evangelio termina con una imagen en la que Jesús domina la situación: “Pero él pasando por en medio de ellos se alejó de ahí”. Esta imagen podría ser un anticipo de la resurrección y una llamada a tomar la cruz y a seguir sus pasos. Así pues, hermanos: “Dejemos todo lo que nos estorba, liberémonos del pecado que nos ata, corramos hacia adelante, fija la mirada en Jesús, autor y consumador de nuestra fe” (Hb 12, 1-2). ¡Que así sea!
- Administrador Apostólico de Xalapa