Una manzana tardía

La tradición señalaba que en su onomástico había que llevarle una manzana. Tal vez un juego de pañuelos, un ramillete de claveles, una corbata.
¿Qué se le puede regalar a un profesor que ha ofrendado su vida para nuestro mejoramiento? “Ofrendado”, ¿no será un término excesivo? Procederé, entonces, a retribuirlos con este mínimo pero merecido homenaje de nostalgia y agradecimiento.
La miss Pachita, en mis mocedades, se encargó de vincularnos con la palabra. MA y MA es “mamá”, y lo anotábamos en nuestros cuadernos, fascinados lápiz en mano, ahora que hemos aprendido a escribir otros vocablos… “democracia” “feminicidio”, “orgasmo”, por ejemplo. Ay, miss Pachita, sus labios gruesos y sus bucles de almizcle. La recuerdo cantando junto al piano, porque le fascinaba, aquella melodía que apenas recordar me nubla la vista: “Cuatro milpas, tan solo han quedado, del ranchito que era mío; ¡ay, ay, ay ay!”.
Jorge Calvimontes era boliviano. La materia que nos daba era “Investigación documental” en la carrera de Comunicación. Había llegado como exiliado, luego del golpe de Estado de 1971, contra el presidente Juan José Torres, “general Jotajotita”, como le llamaban. Con su habla triste, hija de la puna que padecen los andinos, Calvimontes abandonó su puesto como delegado popular en Cochabamba (le dieron 24 horas para recoger sus cosas), y se trajo su librito lírico donde incluía aquel poema titulado “Las manos del Ché”. Era grueso, atribulado y entrañable. Con el tiempo logró hacerse de un ranchito en la sierra de Calpulalpan donde se entretenía jugando al “sapo” y bebiendo singani, que le llegaba de contrabando.


Froylán Mario López Narváez, “Froy”, fue nuestro profesor de Comunicación durante cuatro semestres. Éramos su grupo consentido y él, la verdad, nos enseñó a reflexionar en términos adultos. Más que profesor (que tienen alumnos), fue nuestro maestro (que tienen discípulos) y formábamos legión. Teoría y Psicología de la Comunicación, y sobre todo política, en los términos más prácticos, durante el periodo del echeverriato. Nos invitaba a danzonear en el Bar León, su gruta, donde inventó aquel lema: “La rumba es cultura”.
“El Tabasqueño”, y punto. Armando Cortínez fue nuestro profesor de inglés en la secundaria. Temible, había sido “marine” en el ejército gabacho y allá aprendió, obvio, el idioma del bardo. No dudaba de zangolotearnos o soltar leves puñetazos al que no aprendía la lección. ¡Cóño, no estudió!”, nos reprendía con su habla tropical, corte a cepillo y la infaltable pipa que golpeaba en el escritorio. Tag Ending, los usos del verbo “can”. Ceñudo, pero de buen corazón, había estudiado arquitectura sin terminar y tripulaba un MG convertible que era la envidia de todos. Casó luego con una miss de inglés del mismo colegio, y supongo que se habrá reconciliado con la vida.
Heleine Michel fue nuestra profesora de francés en el Centro Francés de la calle de Liverpool. Martes y jueves, dos semestres, de cinco a siete de la tarde. “Madame Tibbaut habite près de la place d’Italie”. Y subrayaba el carácter agudo del idioma de Molliere. Antes había sido profesora en Brasil; parecía andar huyendo de un pretérito inconfesable. Entristecía al ver un canasto de mandarinas porque de jovencita le tocó la ocupación nazi en Lyon, “y la Navidad era la única época en que permitían el comercio de las mandarinas”. Ah, cómo no enamorarse de ella; tan dulce, tan sonriente, tan graciosa, tan francesa…
Gustavo Sáinz, profesor de Redacción, nos hizo escritores. Antes de convertirse en director de la carrera, fue titular de Redacción IV y V en las que nos enviaba a efectuar las entrevistas más delirantes, o crónicas de conciertos y peregrinaciones. Luego teníamos 10 de calificación, nos publicaba la entrevista en su revista (Siete) y nos pagaba 400 pesos… buenísimos para el reventón. Borges, Cortázar, Greene, fueron autores que nos prescribió. Sin pretenderlo fue nuestro vínculo con el arte literario. Siempre se los agradeceremos.
Una manzana, pues, aunque diferida, para todos ellos en su día.

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