De memoria

Se acabó el terror…

Primero fueron las cintas en blanco y negro, Drácula, que nos dejó sin salir a la calle durante muchas noches; le siguieron Frankestein, las inocentadas de El Santo y Blue Demon que no causaban miedo sino piedad por la simpleza argumental y de recursos técnicos.
Llegamos a los zombies que no daban miedo, daban sueño y en el ínterin, la película que muchos años se convirtió en la cinta de terror por excelencia. Así la vimos y la vivimos:
La última película de terror que pasó por cines y viviendas de los mexicanos, fue El Exorcista, causante de múltiples desmayos, de incontables ataques cardiacos y de infinitas noches sin dormir con luz prendida y rosario a la mano.
La vi en el Cine Roble, una enorme sala de exhibición en la confluencia de Paseo de la Reforma y el sitio donde ahora está el Senado (el único existente, no hay “de la República”). Tenía alrededor de mil 500 butacas y estaba adornado con murales clásicos y además una gran araña de cristales.
En fin, era un cine como antes se usaban, a los que se acudía con cierto código de vestimenta y con determinado código de comportamiento… que era roto por el pánico que provocaban a las espectadoras las escenas diabólicas.
Con la condenada costumbre desarrollada desde mi temprana infancia de adivinar los argumentos de las películas, casi o todos tan obvios, pues el tal “Extortista” como fue rebautizado por los malandros espectadoros mientras las espectadoras lanzaban alaridos al aire, las escenas donde la mujer daba vuelta a su cabeza, cuando brincaba en la cama, decía lesera y media al cura y lo incitaba a echarse una canita al aire, me parecían previsibles y nada espantables.
Las secuelas de este film y las malas copias ya no provocaron la menor emoción a los que las vieron. Murió así el cine de terror, por lo que hubo que buscar nuevos caminos.
Uno de ellos, los méndigos extraterrestres, los alliens y sus octavos pasajeros que efectivamente fueron exitosos, pero pronto aplastados por las cintas espectaculares de viajes al exterior del planeta Tierra.
Comprobado el éxito de toda película que cause miedo, probaron las masacres, los asesinos seriales, las apariciones fantasmales y hasta los espantajos que, al conjuro de una pantalla de televisión, se materializaban. Éxitos instantáneos, euforia por máscaras y aditamentos de los criminales seriales, pero buenos sólo para festejos, ferias y días de asueto. Jalogüín, por ejemplo.


En la desesperación total, los cineastas abrieron vertientes de espanto. Enterraron a ciertos entes en los más profundos antros del planeta y los hicieron surgir cuando intentaban acabar con los habitantes de la superficie, usted, yo y nuestros vecinos.
Para que nos asustaran, les colocaron enormes colmillos como cuernos de rinocerontes, adornados con dientes caninos un poco menores a los que acostumbraban los tigres Dientes de Sable. No fue todo: en la espalda colocaron la espina dorsal adornada con vértebras como de Pejelagarto, similares a las que colocó el señor de esa denominación en el Paseo de la Reforma.
Con un cambio sustancial: puntas afiladas, como lanzas. Se trataba de los ¿elfos? O algo por el estilo, empeñados en lucha contra los terrícolas considerando que todos lo eran.
Antes de estas increíbles formas de retraso mental creativo, y en muestra de que el terror no es visual sino auditivo o de convencimiento individual, en los años 30 del siglo pasado H.G.Wells creó un programa de radio que transmitió, “La guerra de los mundos”, protagonizada por martianos que después de su exitosa invasión se les ocurrió morirse de gripa, de diarrea o de cualquiera de las múltiples enfermedades habituales entre los habitantes del planeta. No aguantaron nuestra mugre.
El programa, está documentado, provocó éxodos masivos de poblaciones en las que se registraron además accidentes, crímenes de quien no quería ver a los suyos sufrir en manos de los monstruos que nadie vio, nadie había visto.
Hasta que a alguien se le ocurrió hacer la obra visual. La metió al cine donde no causó ni siquiera risas con los monstruos patones y con ojos de rayo láser que lanzaban relámpagos destruyendo todo a su paso. Las escenas de caos en las carreteras, que sí se registraron originalmente, en la película dan flojera con actores de perfil previamente acordado con los camarógrafos y el rostro impasible de los machos Marlboro. Muerto de enfisema, sea dicho de paso.
Ignoro cuál será la vertiente futura de los buscadores de miedo. A la guerra de los mundos ya le pusieron una guerra de las galaxias y una invasión a Los Ángeles, California. Pasaron rápidamente al cajón de los olvidos.
Ya no hay terror. Existe un temor al futuro, al presente. Y eso ya nada tiene que ver con las cintas sino con nuestra circunstancia actual. Y claro, ninguna pinchurrienta película con monstruos que no figurarían entre las obras menos logradas de los alebrijes va a provocarnos más miedo que la incertidumbre por nuestro porvenir.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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