La vida detenida

He sido amado, mucho, muy, pero permanezco soltero. No hay contradicción. Elegir es renunciar, vivir es un eterno ensayo, amar es errar y acertar, gozar y sufrir. Así estoy bien, con la sensación de pasármela a gusto, a pesar de la sobrevivencia cotidiana para tener un mínimo confort y pagar la renta, el teléfono y la luz.
No sé por qué pensé en eso cuando me dispongo a lavar platos. Tal vez por lo de la soltería. No lavo de inmediato. Dejo que se acumulen y al cabo de tres o cuatro días, me armo de valor, de ánimo, para afrontar esa batalla, una más de las que ofrece la vida. No diré que me gusta, solo hay que hacerlo. La mujer de los tacones, del aquí y el ahora, del estropajo y el recogedor, me ha insistido varias veces en que ella los lava. Es linda. Es parte de su arsenal de encantos.
Yo me he negado. Defiendo desde que tengo memoria el feminismo y el lugar de la mujer no es la cocina, ni con delantal ni tenerla de chacha. Defiendo así también mis bastiones de hombre liberal y de soltero empedernido.
Me acerco al fregadero y tengo la sensación de estar en una casa abandonada. No hay belleza en una pila de platos y cubiertos sucios. Debería estar en una cantina con un buen vodka, y no ahí. O en una playa, con la mujer que es hermana de las olas y las albercas. Ánimo, me digo. ¡Lo he hecho tantas veces, que una más no pasa nada! Manos a la obra. Empiezo a enjabonar, a lavar, a poner lo limpio en el escurridor. De pronto, me asalta una íntima tristeza reaccionaria.
Tal vez la casa abandonada sea yo.

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