De memoria

Ésta es su casa…

Sergio Pineda, quizá el mayor periodista agenciero que yo haya conocido, después de una visita formal a la salida me preguntó: ¿Oye, qué tengo cara de imbécil o por qué me trata la gente así?
Sucede que chileno, residente en París algún tiempo y por temporadas en distintos puntos del orbe, Sergio estaba acostumbrado al lenguaje directo. Las florituras de nuestra tradicional educación no las comprendía.
Me pidió que estuviera atento en la siguiente reunión. Lo hice y cuando nos despedíamos interrumpió a nuestro anfitrión y con tono casi triunfal exclamó: ¡Ahí está, te lo dije!
Me dio un ataque de risa porque entendí. Al acompañarnos hasta la puerta y luego de zalamerías por la visita, le dijeron a Sergio “y ya sabe dónde está su casa”.
Nos fuimos a la oficina y en el camino me comentó que no entendía por qué toda la gente pensaba que era tan estúpido que ni siquiera sabía su propio domicilio. Con paciencia moreliana le expliqué esa y otras fórmulas de cortesía usuales entre los mexicanos.
El chileno acaparaba las conferencias con temas como America Latina o deportes en general. Era una enciclopedia con patas. O viviente para ser amable.
Galo Plaza, secretario general de la OEA al ingresar al salón para una charla a periodistas, miró a Pineda, le sonrió torcidamente pero con simpatía y comenzó su rollo.
En cierto momento se dio la palabra a los informadores que hicieron las preguntas de rigor. Nada trascendente hasta que Plaza vio con ojos muy abiertos que el representante de la agencia cubana Prensa Latina pedía la palabra.
El ecuatoriano había lanzado una crítica al gobierno entonces presidido por Fidel Castro. Directo, Sergio le preguntó si en su calidad de dirigente de la OEA, seguiría convalidando el despojo de territorio a su país, lo que protestó en su momento como presidente.
El funcionario se enredó en una serie de justificaciones como si por el cambio de responsabilidades pudieran hacerse a un lado las creencias patrióticas.
Terminó desastrosamente para Plaza la charla. En la puerta del salón y tratando de congraciarse con el periodista que cada vez que lo topaba lo metía en apuros, le dijo con amplia sonrisa: ¡vaya torito el que me echó, Sergio!
La respuesta que provocó la risa general, fue que Galo había sido en su juventud temprana novillero y se le reconocía por su buen manejo del capote.
Estábamos al borde de los Juegos Olímpicos, tras la matazón tlatelolca. Los capitostes olímpicos dieron una conferencia de prensa. Siempre el mismo salón del Hotel Hilton de Reforma, caído en 1985.
Alineados, atrás de una amplia mesa con paño casinero, verde opaco, cuatro ancianos que hablaban de la fiesta de la juventud, la unión de los pueblos, la concordia, la paz y muchas otras zarandajas cajoneras.
Era una sesión sin mayor interés que la presencia de los ancianos y los ditirambos en torno a la Gran Fiesta Universal. Pero dice el refrán popular que llega el Diablo, sopla y todo se descompone.


Y apareció Belcebú con su enorme bigote mosquetero, su mirada profunda y su gesto casi despreocupado. Sergio tenía un rostro típicamente beduino.
Con voz calmosa pidió a los conferenciantes una explicación: si ustedes hablan de una fiesta de la juventud, del músculo, la habilidad, el esfuerzo, ¿por qué ustedes son quienes manejan esta fiesta universal de la juventud, como ustedes mismos la llaman?
Cayeron redonditos en la provocación. Con cierto dejo de superioridad, explicaron que quienes encabezaban el Comité Olímpico Internacional, eran hombres de edad avanzada, de posición social y principalmente económica que los alejaba de tentaciones mundanas que afectarían la pureza del olimpismo.
La siguiente interrogante de Pineda hizo que los vetustos a una voz, se levantaran indignados, furiosos y abandonaran la reunión.
“Entonces —inquirió el reportero— ¿debemos asumir que ustedes son un comité de ángeles celestiales adinerados y asexuados?”
Como agencia perdimos un par de facilidades que no fueron suficientes para impedirnos trabajar, dentro de los estadios, a veces con boleto comprado y otras desde las narraciones de radio o la naciente televisión remota.
Sergio Pineda, que tuvo una de las vidas más intensas posible, sufrió los que pocos aguantan. Regresó un día a su país, ya no teníamos contacto a pesar de mi enorme afecto por él, su madre la querida Doña, su esposa original, Elena Acuña y su hija muerta trágicamente por decisión personal.
Un día, 1994, perdido entre las líneas noticiosas de algún periódico chileno consultado vía redes, me enteré de su muerte. Cayó de un risco en el sur de Santiago. No sabían si accidental o voluntariamente.
Solo en el mundo creo que ya no tenía motivos para vivir. Gran sujeto, merece el recuerdo aunque sea sin mayor intención que tenerlo presente en la memoria.
Y de su memoria, cuando miraba las procesiones de militantes de izquierda que nos visitaban en nuestra oficina. Le expliqué que era gente que declaraba su solidaridad con Cuba. Premonitorio, porque se acabaron los viajes gratis y se acabaron las visitas, me comentó: cuidado, están con la Revolución pero nunca gratis…

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