Meditando

Aventuras de Tom Sawyer en Xalapa

La Xalapa de 1950 es un lugar distante al de hoy. Entonces teníamos diez años y la ciudad era una hermosa provincia, cuatro o cinco chamacos de cuarto grado de la primaria Enrique C. Rébsamen que habíamos leído Las aventuras de Tom Sawyer y Las de Huckleberry Finn, preciosas obras de Mark Twain, por las tardes, después de haber asistido a clases y comer con la familia, nos reuníamos en grupos de cuatro o cinco y alguno de nosotros se convertía en “Tom”, el protagonista de las hazañas, y otro, elegido por sorteo, en el compañero de aventuras a quien llamábamos “Chuck”, como le decían a Huckleberry Finn, el amigo leal de Sawyer en el pueblo San Petersburg, a orillas del “Misisipi”, en 1876.
Armados con una vara de “cayuyo” para “enfrentar a las víboras”, un “charpe” con el cual nos defenderíamos de las “bestias del bosque” y del “Indio Joe”, una bolsa con pequeñas piedras, colgada de nuestros cinturones y “el que era Chuck”, con su pipa como en el libro -obviamente sin tabaco-, confeccionada con trozos de tallo de higuerilla, partíamos a “correr aventuras”, lejos de nuestras casas, atrás del Estadio.


Primero, hacíamos una pausa en el camino, en La Pérgola, un pasaje olvidado de Xalapa que era una explanada de concreto flanqueada por numerosas columnas laterales del mismo material, terminadas en la parte superior en una especie de cresta suavemente doblada hacia afuera, le daba un aspecto oriental, desde donde nacía una tupida enredadera, quizá una buganvilia, que brindaba sombra a casi toda la extensión. Había varias bancas de cemento, siempre ocupadas por parejas que “echaban novio”. Discretamente inspeccionábamos nuestro “armamento”: la torta ya con una o dos mordidas y una “Lulú, fruta en tu refresco”, bebida gaseosa famosa de aquel entonces.
Empezaba el recorrido en aquel bosque de nísperos, naranjos, limones y guayabos, siempre ofreciéndonos sus frutos. De repente, “Chuck” gritaba: “alerta, viene Joe”, aludiendo al indio asesino que atemorizaba a Tom en la novela, quien para nosotros era cualquier animalito descubierto entre la maleza, algún tejón, ardilla o conejo hallado “más allá de la Pérgola” y lejos de la ciudad”…
Con las bolsas llenas de “naranja china”, nísperos y guayabas, nunca parábamos de comer mientras caminábamos y “chacualeábamos” el agua de los múltiples arroyuelos formados en tiempos de lluvia y chipi-chipi, o sea, siempre. A veces nos deteníamos a “pescar” ajolotes improvisando una red con nuestros pañuelos; luego los regresábamos al agua.
Nos fascinaba entrar a aquel antiguo edificio abandonado situado en la loma donde hoy está el Seguro Social. Había sido la Sedicícola (una sedería), lugar donde unos ciudadanos chinos manufacturaban seda y, según nos contaban los abuelos, cultivaban larvas de gusanos productores de la fibra. La casa era sombría, sin puertas y con ventanas derruidas, el techo muy alto donde se veían algunos murciélagos en profundo sueño, esperando la penumbre para volar en busca de alimento.,


Aquella casona, para nosotros era “la cueva”, escondite del tesoro del indio malvado. El eco fuerte con resonancia, nos hacía sentir cerca al “Indio Joe”. Nos movíamos con sigilo y el charpe preparado con una piedrita, listo para dispararla. Otras veces caminábamos hacia atrás del Estadio, rumbo a la vía del tren, donde había campos improvisados para jugar “beisbol”, encharcados por agua de lluvia, que para nosotros eran “el gran Misisipi” y eperábamos ver en el horizonte el gran barco impulsado por motor con dos chimeneas emitiendo gruesas columnas de humo
Regresábamos a casa al anochecer, embadurnados de barro hasta el cabello, satisfechos de nuestra odisea. El encanto terminaba cuando mamá nos obligaba a bañarnos a jicarazos -después de llenar dos tinajas con agua, una fría y otra caliente- y enseguida a merendar, hacer la tarea y dormir. Obviamente, “Tom”, “Chuck” y los demás ya teníamos el plan para el día siguiente.
Lástima que aquellas aventuras campestres de los niños de los cincuenta no las conozcan los chiquillos de hoy, mucho menos los libros de Mark Twain, es más, ni siquiera saben quién fue este célebre creador de historias tan fascinantes como creibles, sin fantasías de monstruos cibernéticos, robots y todos esos artefactos que hoy sirven de juguetes a los chiquillos del siglo veintiuno.
hsilva_mendoza@hotmail.com

Compartir

Más noticias

Hijo de Shakira supera a Pedrito Fernández 

En el vibrante mundo de la música, donde los ritmos y las melodías se entrelazan para crear una experiencia emocional única, cada generación ve surgir nuevas estrellas que iluminan el firmamento musical con su

Ponte en contacto

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

La Aldea de la Información © 2023. Todos los derechos reservados.

Desarrollado por Elemento Technologies