Meche y Norma Jean

Partamos de un principio: la belleza existe. Es lo que a fin de cuentas queda luego de los cataclismos. Visítense los museos, admírense los sitios arqueológicos, revísense los álbumes fotográficos. Equilibrio, encanto, emotividad. Las artes son siete y cada una tiene su musa.
El más reciente, cumpliendo un siglo de edad, tiene una musa rubia y descocada, porque Marilyn fue a la cinematografía lo que Van Gogh al arte pictórico.
Están por cumplirse 60 años de la desaparición de Norma Jean Mortenson, el 4 de agosto, cuando el mundo de la farándula se obligó a vestir de negro. Era impensable; “Marilyn muerta, ¡pero cómo?”. Fue hallada inánime en su departamento de Brentwood, y se dijo que atiborrada de pastillas de Nembutal. No había razones para esa absurda decisión… era la mujer más admirada, más deseada, más hermosa del mundo (se decía), y allí quedaba para melancolía de sus incondicionales. Que eran, y siguen siendo, legión.
Igualmente despertamos, en días pasados, con la noticia del fallecimiento de Meche Carreño, la actriz que significó la sensualidad por antonomasia en el medio mexicano. Se desnudaba a la menor provocación, sabía que su anatomía era la mejor estampa del mestizaje, se movía con desparpajo y provocación. Igual que Marilyn, pero a nivel de los Churubusco.
El adagio es del todo cruel: “La suerte de la fea, la bonita la desea”, como si eso, la belleza, fuese un motivo de condena. Y todo por el afán de posesión que viene con las hormonas, asunto tan de moda en estos días de reivindicación feminista. Diría Perogrullo: las más famosas historias son las del gran poder con la gran belleza… Marco Antonio y Cleopatra, Napoleón y Josefina, Sarkozy y Carla Bruni, por no mencionar la de nuestros López Portillo y Sasha Montenegro, Gustavo Díaz Ordaz y “la Tigresa” Irma Serrano.
Mujeres voluptuosas (cualquier cosa que el adjetivo pueda significar), desafiantes, dueñas de sí y de sus amantes. La novela de Jed Mercurio (Anagrama), “Un adúltero americano” es, en ese sentido, reveladora. Trata del romance no tan secreto que Norma Jean mantuvo con el presidente John F. Kennedy, durante los dos primeros años de su mandato. Los pasadizos secretos que empleaba ella para ingresar en la Casa Blanca, el celestinaje que ejerció Frank Sinatra, el acoso telefónico de ella, haciendo medio centenar de llamadas a la oficina oval.


Eso de las “bellezas despampanantes” tiene, también, su cuota de poder. Sofía Loren hizo sucumbir al portentoso productor Carlo Ponti, y en nuestro medio, durante sus buenos años, Angélica Rivera (la Gaviota) le robó el sueño al innombrable Peña Nieto. Dinero, poder, belleza, sexo… ¿es que existen, por cierto, otros temas?
Así ha sido desde siempre, pues, ¿no fue la guerra de Troya efecto del amor robado de Helena y Paris? ¿Y qué gritaba Nikita Krushev, líder de la URSS, luego de participar en estrado de la ONU zapateando el podio de la Asamblea General, sino que “la única bomba que podría terminar con él, sería la Bomba B-B”, refiriéndose a la mujer más sensual del momento, la francesa Brigitte Bardot? Vaya pregunta.
Meche Carreño hizo que el cine nacional abandonara su actitud mojigata, de escenas censuradas por funcionarios santurrones, al mostrarse tal cual en escenas que así lo requería, en películas como “La Choca” o “La otra virginidad”.
De Marilyn, qué decir. Posó desnuda para Playboy y protagonizó la escena más candorosa y picante del cine en “La comezón del séptimo año”, la cinta del genial Billy Wilder, cuando se para sobre una rejilla del metro permitiendo que el aire ascendente le alce el vestido hasta las mejillas, mientras pregunta: “¿Puede haber algo más delicioso?”. Y que conste que el verano de aquel 1955 no es nada en comparación a los de hoy. Canícula y ardor, que es el tema.

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