El rey necio

Siempre tengo la razón, por algo soy quien soy… ¿algún problema? “Sí, por cierto” –habría que responderle–. “Los números no mienten”.

¿Cuál es la diferencia entre un capricho y un berrinche? Para un párvulo de inocencia, ninguna. Quiero lo que quiero, ahora mismo, y no me importa lo demás. Por ello más de uno ha remitido sus extravagancias cotidianas al ámbito de la psiquiatría, los desajustes mentales, por decirlo con cierto pudor, porque míster Donald ignora el valor del adverbio “no”. Todo en él ha sido conquista (de propiedades, dinero, mujeres y poder), sin sufrir derrota alguna pues la ambición, y peor si es desmesurada, se ha definido por la ausencia de límites.

Has ganado, sí, ¡has ganado 232 votos! El problema es que tu adversario obtuvo 306, y por lo tanto será el nuevo presidente de la república. Pero “¡ah, no!”, de ningún modo. ¿Qué no les han informado que yo nunca pierdo? (Y como en Jalisco, que cuando pierde…) Todo se remite, entonces, a un principio: Yo estoy bien, el problema reside en la realidad.

Donald Trump se ha entrampado (valga su apellido) en un callejón sin salida. Se niega a reconocer el resultado electoral, afirma que todo es producto de la manipulación tramposa, qué él ganó la mayoría y lo demás pertenece a un intrincado fraude electoral que ya sus abogados se encargarán de demostrar. Algo que en nuestro ámbito resuena y no deja de asombrarnos.

Uno de los principios de la salud mental es la aceptación de la realidad. “Llueve”. “Estoy enfermo”, “Se colapsó la casa”. Aceptar los guiños de objetividad que nos sugiere la existencia, y no distorsionar su mensaje. Lo contario es simple ofuscamiento, necedad, confundir las ideas, transitar por los días que sugiere la canción de Víctor Yturbide, “voy viviendo ya de tus mentiras…”

Y ya que estamos en el plano de las definiciones, mi diccionario describe así a la persona necia: “ignorante, falto de razón, terco en lo que hace o dice”. Y votaron por él y venció en condiciones muy apretadas, a Hillary Clinton. Claro, después de ocho años de gobierno demócrata y de un presidente no-sajón, el electorado más retrógrado lo votó en 2016 bajo aquel lema de reminiscencia ultramontana: “Make America great again”, es decir, “Hagamos Grande a EU otra vez”. O sea, volvamos al pretérito, cuando todo era bonito y rubio, al estilo de Marylin y James Dean. Retornemos a los días bajo control, con Eisenhower y Lyndon Johnson.

Conforme pasa el tiempo la sensación de ridículo se va incrementando

Ya habrá tiempo para análisis más juiciosos, pero de momento resalta que el factor que marcó la derrota de Donald Trump fue la frase “I can’t breath” que se repetía, cada vez más, en tantísimos hospitales, y que fue el lamento de agonía del ciudadano George Floyd, de raza negra, al ser asfixiado en plena vía pública por un policía de Minnesota. El hecho, ocurrido el 26 de mayo, prendió la mecha y surgió el movimiento BLM (“Black lives matter”) que, junto al descontrol de la pandemia del Covid, atizarían la derrota de Trump.

Manifestaciones a lo ancho de todo el país en protesta por la muerte de Floyd, fueron la antesala de la debacle electoral republicana.

Mientras tanto el reyecito necio se atrinchera en la Casa Blanca, y al refunfuño del “no, no, no”, deambula como el niño de papá luego de perder el juguete favorito. Pasará a la historia como el presidente odioso, así como Nixon fue el “tramposo”. Su campaña se basó en el vituperio de los inmigrantes, especialmente los de origen mexicano (“criminales y violadores”), de manera que muy pronto el polvo de la historia barrerá su oprobiosa imagen. Qué bueno.

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