Un misterio de amor que nos rebasa, envuelve y llena de gozo

El Espíritu que gime en nosotros, y que nos hace experimentar la sed de infinito, nos lleva a sorprendernos del misterio de Dios y a desear que se realice en nosotros la salvación. Se trata de “gemidos inefables”, como señala San Pablo (Rom 8, 26), que nos hacen reaccionar ante las maravillas de Dios, como el pueblo de Israel, en el libro del Éxodo.
“¿Hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, una cosa tan grande como ésta? ¿Se oyó algo semejante? ¿Qué pueblo ha oído, sin perecer, que Dios le hable desde el fuego, como tú lo has oído? ¿Hubo algún Dios que haya ido a buscarse un pueblo en medio de otro pueblo, a fuerza de pruebas, de milagros y de guerras, con mano fuerte y brazo poderoso? ¿Hubo acaso hechos tan grandes como los que, ante sus propios ojos, hizo por ustedes en Egipto el Señor su Dios?”
Hemos admitido que no podemos comprender todo el misterio de Dios, y que bastaría evocar la historia y la lección que recibió el gran San Agustín para aceptar confiadamente que no podemos encerrar en nuestra cabeza la anchura y la longitud, la altura, la profundidad y la inmensidad (Cfr. Ef 3, 18) del misterio de la Santísima Trinidad.
Pero lo que sabemos, el amor de Dios que hemos experimentado y lo que el Espíritu nos sigue revelando nos hace progresar en el conocimiento de la Santísima Trinidad y nos envuelve en el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. De ahí que nos deslumbre y nos emocione sentirnos cobijados por un misterio de amor y de comunión.
Para progresar en este conocimiento y en esta relación hay que dejarse guiar por el Espíritu Santo, como dice San Pablo a los romanos, en la segunda lectura:
“Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. No han recibido ustedes un espíritu de esclavos, que los haga temer de nuevo, sino un espíritu de hijos, en virtud del cual podemos llamar Padre a Dios. El mismo Espíritu Santo, a una con nuestro propio espíritu, da testimonio de que somos hijos de Dios”.
No es simplemente el conocimiento y la preparación intelectual las que nos hacen progresar en el conocimiento de Dios, sino el Espíritu Santo que gime en nosotros. No es únicamente por nuestra inteligencia o por nuestra devoción, por las que podemos invocar a Dios.
De ahí que San Pablo sostenga en la primera carta a los Corintios que: “Nadie puede llamar a Jesús ‘Señor’, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (12, 3). Por el espíritu Santo podemos llamar a Jesús “Señor”, y por el Espíritu Santo podemos llamar a Dios “Padre”.
Señala el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 683: “El Bautismo «nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les concede la incorruptibilidad.


Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el Espíritu Santo» (San Ireneo de Lyon, Demonstratio praedicationis apostolicae, 7: SC 62 41-42)”.
Partiendo del conocimiento y de la experiencia del amor de Dios, San Juan Pablo II nos invita a la adoración una vez que hemos balbuceado algo del misterio de la Santísima Trinidad. Para hacernos esta exhortación, se basa en el asombro adorante de San Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta cuando canta:
“Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas…, vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno” (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).
El don del Espíritu Santo que hemos recibido en la pasada fiesta de Pentecostés nos abre la mente y el corazón para seguir maravillándonos del misterio de Dios y para que aceptando que no podemos comprenderlo en su plenitud, no dejemos de corresponder a un Dios que entra en relación con nosotros y quiere estar en comunión, ahora que celebramos este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Nos encontramos delante de un misterio que nos rebasa, nos supera, nos trasciende y está por encima de nosotros. Pero es misterio de amor que nos envuelve y que llena de gozo nuestra vida. A partir de las relaciones y de la comunión de estas tres divinas personas comprendemos que Dios no es un ser solitario, sino solidario.
Dios es apertura, donación, diálogo, hogar. Dios es familia. Por eso, este misterio de Dios se convierte en modelo de todo diálogo y de todas las relaciones humanas. Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios que es Trinidad, comunión de personas. Por lo que nos realizamos en la vida en la medida en que sabemos imitar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo vinculándonos a los hermanos y cuidando la comunión entre nosotros.
Que el Espíritu Santo siga gimiendo en nosotros para que no dejemos de mostrar nuestra adoración ante el misterio de Dios y, especialmente, ante el misterio de la sagrada eucaristía que celebraremos el próximo jueves de Corpus.

*Arzobispo de Xalapa.

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